El profesor de Religión del tercer milenio ha de ser alguien que hable de Dios con palabras fuertes y verdaderas, no de oídas, no con un discurso abstracto, no con un sistema abstracto de valores y verdades. Se trata del testimonio de algo que a uno le ha sucedido en la vida, del testimonio de la redención de Jesucristo, de la que brota una vida nueva, una mirada nueva sobre la realidad. Ha de hablar de Dios viviendo, obrando y hablando de cualquier cosa, porque o Dios tiene que ver con todo o no tiene que ver con nada. Pero si no tiene que ver con nada, entonces, tampoco tiene ningún interés para el hombre.
El primer lenguaje del hombre es su propia vida. El testimonio del profesor de Religión católica, testimonio cristiano, sólo puede evitar ser un discurso vacío si se da en la vida, y al hilo de la vida; si se habla con todo lo que uno es y hace, con toda la espesura de su humanidad, que es la de los demás hombres, sus contemporáneos, y, más en concreto, la de sus alumnos. Por su fidelidad a su tarea específicamente escolar, ha de poder ofrecer a los niños y adolescentes los elementos que nutren su cultura, profundamente conformada por creencias, costumbres, valores, ritos y modelos de vida cristianos; y ha de poder ofrecerlos, en toda su verdad y realidad, es decir, mediante una presentación creyente de los mismos. El profesor de Religión católica está obligado a una presentación objetiva y verdadera de lo que constituye la fe católica, el mensaje y acontecimiento cristiano en toda su verdad e integridad, la vida y enseñanza de la Iglesia tal como ella cree, vive y celebra. No sólo ha de hacer una presentación íntegra y fiel, sino que, para que sea en toda su verdad, ha de hacerla desde la fe y mostrando, como testigo de esa fe, la verdad de la salvación que esa fe entraña y comporta para el hombre, desde la comunión con la Iglesia, y con nuestro carisma de los Sagrados Corazones.